Un 12 de octubre en la vieja terminal de micros
Raquel mira la sierra oculta por esa lluvia que va cayendo impiadosa sobre ese fin
de semana largo.
Rostros decepcionados de turistas, valijas conteniendo
sueños, perros vagabundos cobijándose en la vieja terminal.
Ella intenta
inspirarse en algún poema, pero no lo consigue;
sólo fantasmas surgen en la espera.
No es que trate de inventarlos, ellos vienen solos,
surgen bailoteando entre las gotas de lluvia que se unen caprichosamente al
chocar contra el asfalto formando transparentes figuras de esqueletos danzantes
hasta que desde el sur va formándose una franja de deslucido amarillo y los
bailarines se diluyen, mientras gemidos ancestrales fluyen de las bocas de
tormenta confundiéndose con algún trueno lejano que baja caracoleando de las
sierras.
La invade una somnolencia que la va llevando a un estado casi catatónico. Imágenes
borroneadas de pieles morenas giran a su alrededor. Un remolino de angustias
milenarias la envuelve arrastrándola a un pasado de libres praderas y cerros
vírgenes de invasores.
Y ante la
mirada atónita de los turistas, la mujer
de morenos pies descalzos va fundiéndose en la bruma hasta desaparecer en
la vieja terminal de micros.
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