lunes, 1 de enero de 2018

CONFESIONES EN LA VILLA.



Confesiones en la Villa
Las señoras que pasaban el limosnero eran tan feas que no daban muchos deseos de colaborar con la limosna. Aparte miraban con un gesto casi aterrador, que parecía estaban descubriendo y censurando todos tus pecados.
Al ver que el negocio de la limosna y la ausencia cada vez más acentuada de feligreses se estaba volviendo problemática, el cura comenzó a buscar una solución para hacer algo innovador.
 No tuvo entonces la mejor idea de convocar a un grupo de fieles seguidoras para que lo ayudaran en la tarea de la confesión, ya que parecía que su figura inspiraba demasiado respeto para que le fueran confiados los pecados 
Al principio fue tomada la nueva modalidad con bastante recelo, pero con el transcurrir de los días, la población se sintió tan pesada con sus culpas que ya no podía caminar derecha por las callecitas de la villa ni dormir plácidamente por la carga que tenía que sobrellevar sin largársela al cura.
Largas las filas esperando a las nuevas sacerdotisas para obtener el perdón en los improvisados confesionarios.
Para no faltar a la verdad, deberé decir que las matronas designadas por el párroco cumplieron fielmente con la misión encomendada guardando el secreto de cada confesión, hasta que se hizo tan enorme la carga que debían portar que decidieron comenzar a lanzarlas al aire; en este caso en los corrillos de la feria, en el costurero donde se reunían a cotorrear con la excusa de confeccionar y arreglar ropa para los pobres.
Todo por supuesto con el compromiso de no andar difundiendo a los cuatro vientos los pecados de los pueblerinos 
Nadie decía el porqué de las muchas separaciones de las parejas, pues el bochorno de confesar los cuernos disfrazaba las verdades. 
Asì muchos hombres volvieron a vivir con sus madres, mirando de reojo a sus hijos, tratando de buscar un parecido con ellos que les devolviera la certidumbre de su paternidad.
Y que contarles de aquella mañana en el mercado, cuando se agarraron de los pelos la Coca con la porteña que había cometido la imprudencia de confesarse con una de las delegadas del padrecito ,delatando en ese acto sus amores con el novio de la Coca.
Pero todo llegó al climax cuando la Matilde, a la que las malas lenguas llamaban “la sacristana”, temerosa de continuar con su pesada mochila de pecados y, no llegar a obtener la absolución con unos cuantos avemarías y caminatas de rodillas hasta el altar, no tuvo mejor idea que confesarse con la bizca del limosnero que le tenía unos celos rayanos a la locura por no obtener los favores carnales del cura.
Lo del Giuseppe no tuvo tanto drama, pues lo que era uno de los mayores benefactores de la parroquia, de antemano se le perdonó su desliz de intento de engañar a su mujer con una de las jóvenes catequistas, que al final no se concretó pues la aludida lo mandó al demonio, con perdón de la palabra.
Asì muchos de los llamados traga hostias y caga diablos como reza el refrán, fueron objeto de miradas socarronas y risitas de parte de los non santos que hasta el momento eran los destinatarios de la repulsa de los primeros.
.Los pecadillos más leves no tuvieron relevancia ni provocaron que las confesoras los distribuyeran gratuitamente; así fue que el carnicero siguió robando gramos en cada pesada de puchero y bifes, el verdulero intercalando fruta podrida entre la buena, el cajero del banco siguió guardándose algunos dinerillos que les escamoteaba a los viejitos de corta vista al pagarles la jubilación, la señora de la calle Becerra continuò barriendo la basura de su vereda a la de su vecina y no me alcanzarían estas hojas para seguir relatando algunas malas costumbres de los pueblerinos.
El transcurrir de los días consiguió ir aplacando las furias desatadas con el asunto malhadado de las famosas confesiones, nadie podía tirar la primera piedra y así los maridos regresaron a sus hogares, Giuseppe volvió a pasear con su esposa tomados de la mano en la ronda dominguera de la plaza. La Matilde se cuidó de ejercer sus actividades extra sacristanas con suma discreción, las matronas confesoras regresaron a sus antiguos puestos y el cura retornó a ejercer su puesto de confesor, pero ya sin tanta penitencia y severidad.
La iglesia de a poco fue recuperando a la feligresía que se había alejado hacia otras doctrinas, pues comprendieron en realidad la esencia del PERDÓN DE LOS PECADOS.

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