martes, 22 de marzo de 2016

LAS TERMAS DE CACHEUTA Y SUS LEYENDAS.

El chasqui corría sin detenerse por el sendero secreto que unía todos los pueblos, todas las aldeas. Tristes noticias llevaba: el gran inca había sido tomado prisionero.

Hasta Inti, el Sol, se había ocultado en la larga noche, llorando la suerte de su hijo más amado. 

Estaba lejos de los últimos tambillos, ya no había pirca alguna donde guarecerse. El camino se hacia más y más tortuoso. 

Se iban cerrando las cumbres y se abrían precipicios helados en la montaña blanca. Entonces, sus pies cansados se hicieron alas y siguió sólo guiado por la Cruz del Sur.

Montado en el viento llegó a las tierras huarpes del gran curaca Cacheuta, fiel vasallo de su señor. Tal vez él podría ayudar a liberar a Atahualpa. 



El cacique, cuya bondad era ya leyenda, tras pocas palabras, reunió todos los tesoros de sus dominios para comprar con oro y plata la libertad del Hijo del Sol. 

Llamas cargadas con los preciados metales y un pequeño grupo de sus más valientes hombres, con él a la cabeza, fueron adentrándose en la montaña. Iban bordeando el río y a su paso se inclinaban los penachos de las cortaderas saludando con respeto al cortejo.

Miró al cielo buscando las señales. 

La mano de Inti cayó sobre las armaduras de los enemigos que esperaban agazapados en un recodo cercano, alertando con su destello al cacique. 

Escondió la montaña en sus entrañas los tesoros que portaban sus hijos, mientras ellos se aprestaban al enfrentamiento. Un momento después el silencio se hizo grito, y un revoltijo de flechas, pólvora y espadas, los hundió en una batalla desigual y cruel.

Y fueron cayendo uno a uno...

La última mirada de Cacheuta fue de dolor. 

Dolor, por los valientes que yacían a su lado.

Por no poder comprar la libertad del señor que confía, que espera. Y su dolor dibujó una lágrima en el cobre de su cara y en la montaña. Y Hunuc Huar también lloró a sus hijos amados.

De pronto, donde estaba escondido el tesoro que ya buscaba ávido el enemigo, surgieron columnas de agua hirviente del mismo corazón de las piedras, y con un rugido devastador, sepultaron al ejército invasor.

Después, sólo un suave murmullo. El agua roja de sangre y de horror se convirtió, poco a poco, en las lágrimas del cacique. Maravillosas y cristalinas lágrimas de agua sanadora.

Y fueron, desde ese momento, el legado bondadoso y eterno de quien no pudo cumplir su noble misión para todos los que, puros de corazón, necesitan aliviar sus males. Aunque están siempre dispuestas a levantarse hirvientes, si alguien osara acercarse con violencia o traición.

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