CAMPOS
DE LINO
El campo teñido de celeste y oloroso lino se extendía detrás del bosquecillo de liliáceos paraísos.
Delante de éste se abría un playón de tierra yerma, adonde mi padre, portando una amenazante vara, que por supuesto nunca
utilizaba, me obligaba realizar los ejercicios que corregirían mi “pecho de
paloma”.
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Corrían avanzados los años 40, Broadwi, una firma de
rodados había impuesto en el mercado al
remo-ciclo. Como bien lo aclara su nombre se trataba de un vehículo provisto de remos que el impulso de los brazos
lo hacía avanzar mientras las piernas, estáticas y mustias descansaban
mirando la proa del navío de juguete.
¿Juguete dije? ¡Para mi era una tortura! Pero en aquellos años en que los
gimnasios eran utopías fue lo único que logró corregir mi mal congénita
formación.
Allí también mi madre soñaba con tener una casa bonita en
algún lugar poblado y dibujaba con una rama, diagramas de la distribución del
mobiliario.
Recuerdo tan solo el dibujo de los sillones verdes y el
de la mesa de comedor.
Pasando esa playita se llegaba al edificio de la escuela
y casa de familia.
Un salón de unos 10 mts por 5, en el que un escritorio presidía las siete hileras de bancos .Una por grado.
Detrás estaban los armarios de “la biblioteca “ donada por los ex - alumnos; obras de la Editorial
Tor y sobres de papel madera conteniendo material de
geografía e historia, de geometría , matemática, castellano ,botánica y
zoología extraídas de las hojas del “Billiken” y del “Mundo Infantil “,
constituían “los textos” de estudio que ayudaban en el dictado de las clases.
Enriqueciendo todo esto, posaban sobre
una mesa animales embalsamados luciendo ojos de canicas que se llamaban así a
las bolitas de vidrio. Ese pasaba a ser el “museo de Ciencias Naturales”.
Ingenio de maestros rurales, directores de cuarta
categoría, que abarcaban en sus funciones aparte de su nombramiento como tales,
el de maestro, portero y asesor en los problemas que les hacían llegar los
integrantes semi analfabetos de esa Colonia, integrante de la Cuenca lechera, geografía
de tambos trazada por costumbres migratorias piamontesas y pinceladas bronceadas de los puesteros
de tierra adentro.
Los colonos serían semianalfabetos.¡¡¡¡¡¡¡ pero guay de
querer engañarlos en alguna cuenta o cálculo!!!!!!!!- Su inteligencia superaba
en demasía para que fueran timados en la venta de sus productos. Ya desde aquel
entonces calculo que la expresión del porteño vivo:- ¡¡¡¡andá al campo a cazar
cachilos!!!!.- no tenía vigencia en la idiosincrasia “gringa”.
A un costado de la múltiple aula, se abría una puerta que daba al living de la
casa de familia. ¡Cuántas veces se abría para arrojar mi inquieta humanidad a
los brazos de mi madre, que cuando yo aparecía en horas de clase era por
haberme hecho merecedora de una reprimenda, ella me recibía con un zapatillazo por las
dudas! Mis falencias eran hablar y hablar cuando no debía, costumbre que a
pesar de los años no he logrado corregir y que me sigue trayendo problemas y
más problemas.
A la izquierda una puerta llevaba al dormitorio de mis
padres, que comunicaba con el de mi hermana y mío por una abertura que defendía
la intimidad de ellos mediante una cortina de Provenzal floreado. A la derecha
del living una ancha puerta, la cual nunca se cerraba pues detrás de ella
colgaban los embutidos regalos de los colonos, se abría a la cocina, olorosa
siempre a tortas, dulces caseros y aroma
a paraísos floridos que entraban por una hermosa ventana de persianas verdes
que daba al jardín.
Recuerdo aún el mármol veteado de rosa, donde mi madre
formaba caramelos que nunca pude comer
pues eran muy duros. El tarro de Toddy y la lata de bizcochos Canale sobre el
pequeño aparador verde claro recordando la hora temible de la merienda.
Bajo la ventana, ella cosía en una máquina a manija, de
color negro que afortunadamente se daba maña de accionar sola, pues me
fastidiaba sobremanera, que interrumpiera mis lecturas y mis juegos para
hacerme dar vuelta a la manivela, aunque arguyera que estaba cosiendo mis
vestidos y por consiguiente era mi deber ayudarla en ese menester.
Mis padres se amaban. Cosas que no entendía entonces del
bajar la cortina de la abertura que comunicaba nuestros dormitorios y hacernos
apagar el farol para que nos durmiéramos.
Ventaja que antaño tenían sobre los hijos, ya que al no
existir la luz eléctrica, solo nos quedaba el dormir, mientras los
privilegiados leían en el lecho matrimonial hasta percibir que la inconsciencia
del sueño nos había alejado del mundo por unas horas.
La pasión iría entonces invadiendo el silencio que se
colaba por las rendijas de las ventanas. Lechuzas agoreras rozaban con sus fúnebres alas el techo
emitiendo en presagiosos cantos un mensaje que no entendía esa pareja que
coronaba su jornada amándose.
Mi madre era una mujer hermosa, siempre coqueta, de
feminidad descollante. Desde esa visión se me hizo natural el de que había que
usar cremas cotidianamente. En esos tiempos no había mucha variedad. Ponds era
la reina en los “toa lites” de clase media, como así también la Sapolán Ferrini. Por todo
esto, en la postrimería de su penosa enfermedad,
estando ya en casa de mi abuela paterna, en Mercedes de Buenos Aires, los
espejos que inundaban los espacios desde los roperos ,se vieran opacados por
Puloil para que ellos no reflejaran con su vidriosa crudeza los despojos de su cuerpo.
Tarde cálida de domingo de
visitas. Se asomaron las manos urgentes al
ver de lejos nuestra llegada. Entraron corriendo las escobas para emprolijar la
casa de los Boschetto.
Ropa negra la de doña María, compostura en don Juan, el
anfitrión. El patio circundante lucía granados pletóricos de frutos que reían dejando escapar de sus bocas granos
rojos y dulzones.
Mi hermana y yo nos íbamos correteando rumbo al galpón
donde se encontraban los carruajes. ¡Que lujo colonial! limpios y ordenados
descansaban de recuerdos. La volanta de lujo, toda negra, con su compartimiento
trasero de asientos repujados de cuero, enfrentados y la puertita para apearse lucía
rebuscados arabescos en su frente; la de hacer los mandados al pueblo, más
austera pero igualmente cómoda. Dos sulkis, uno era el de carreras denominado
araña. El segundo, igual de atractivo
por sus líneas y ese olor a misteriosos recorridos impresos en sus finas y firmes ruedas.
Iba corriendo la tarde,
ya el crepúsculo marcaba el comienzo del aburrimiento a nuestras
correrías. Se abrió la travesura dulce y dañina. Ahí estaban esperando nuestras
tropelías……….. Granadas y granadas abriéndose a nuestras manos y las semillitas
duras devoradas hasta que el llamado de los mayores nos volvió a la realidad de
la visita. Las faldas de Lanillas escocesas en colores tierra, donde
predominaba el azafrán se agitaron volanderas hacia la casa.
._que buenas nenas, como se portaron toda la tarde._
dijeron los anfitriones, y en premio nos obsequiaron con una granada a cada
una. El espanto de mis padres iba en crescendo
al observar en nuestros ropajes
señales de lágrimas rojas que no eran precisamente sangre. Regreso en silencio,
uno o dos kilómetros esperando un sopapo o una reprimenda. Era mucho peor la
incertidumbre………….
El camino se resquebrajaba en tierra árida de color canela formando un
vértice de horizonte que se hacía inalcanzable. Entonces un grito inundó todo el paisaje santafesino.-¡mama,
mama, la Ondina
se escapa con el Ricardo!.-
Doña María inclinada sobre el cantero de la ensalada
amarga apenas se incorporó mascullando.-má, que se vaya, por lo menos nos
salvamos del gasto de la fiesta de casamiento.-
Nuestra caminata del volver se vio envuelta en tierra arremolinada causada por un Ford de
ventanillas de mica que a 40 Km.
por hora llevaba a la pareja transgresora hasta su destino de libres amores
La familia Boschetti era destacable por su agarre de bolsillo.
Por lo tanto el drama del rapto de la doncella campesina no era tal ya que
se evitaba con él, la fiesta donde se
tendría que solventar la comida para cientos de invitados. Ellos sabían que el
Ricardo era un buen muchacho pero entre las dos familias había un asomo de los
siempre Rigoletto y Capuleto de Romeo y Julieta.
Al regreso de esos paseos me complacía caminar junto a mi
padre aspirando el olor que provenía de su saco de twwed, cálido y masculino.
Las caminatas hacia el hogar se hacían cortas, pues el trazado del camino
agrietado por la entonces sequía iba formando dibujos exacerbando la
imaginación que creaba cuentos a cada paso mientras los verdes sembrados
circundantes y montecitos de paraísos escondían los duendes y hadas de mi
infancia.
Cuando llegaba la primavera todo se inundaba de aromas,
aire cálido y entonces el celeste del lino tapizaba ondulando el campo de los Boschetto que lindaba con el
terreno de la escuela, formando con nuestro montecito de paraísos un terreno
más que apropiado para sumergirse en ensueños de fantasía.
La cartera de terciopelo azul, que utilizaba en mis juegos de visita,
comenzó a agitarse violentamente, sumida de vida propia, causando el terror a
lo desconocido. Los brazos de mi madre se abrieron ante el requerimiento de
protección, mientras la risa de mi padre acompañaba el escape de la lagartija
causante del episodio, que no había encontrado mejor lugar para dormir la
siesta que el interior de mi juguete.
Los domingos eran los días en que nuestro pequeño micro centro
se poblaba; éste estaba formado por la escuela, el boliche cruzando el camino
de enfrente junto a la capilla que se habilitaba en contadas ocasiones ,en las
fiestas patronales , cuando venía el cura de Eusebia o de Tacurales o para
impartir alguna comunión. El boliche con piso de anchos tablones de madera
lucía mesitas desgastadas de madera y un
inmenso mostrador del mismo
material. La puerta que se abría a su izquierda, comunicaba con la
despensa donde se vendían algunos productos sueltos y de primeros apuros. Ya
saliendo del salón principal se atravesaba una amplia galería enladrillada que
llevaba a la casa de familia del bolichero y al salón de danzas descubierto,
sólo techado con bolsas de arpillera cuando se realizaban las reuniones
bailables.
Lo que no existían los baños, en estas ocasiones las
damas hacían sus líquidas necesidades amparándose en las sombras detrás del
salón y había que ver el revuelo de blancos traseros cuando algún rezagado iluminaba
con los faros de su automóvil el predio. Con estas circunstancias se habían
constituido muchos matrimonios, decían las malas lenguas, al enamorarse primero
de las íntimas partes de las niñas y luego identificarlas en el baile ya con
rostro y apellidos. Pero teníamos el beneficio de que el salón era de material,
no en forma de carpa como en Colonia Bossi, donde corría la leyenda que una
matrona al inclinarse y levantar su falda para evacuar había también levantado
la lona y toda la concurrencia pudo apreciar el acto desde el interior.
Volviendo a las reuniones de los domingos, que eran solo
para hombres, corrían por el campo los gritos de los jugadores jugando al tute,
acompañados por los golpes sobre la mesas en el entusiasmo de las partidas.
Don Baralle inclinado sobre las cartas se echaba un puñado
de carozos de aceitunas en su boca desdentada mientras exclamaba.- maa.- ésto
nunca lo comí.-
Detrás de la construcción “la comisión vecinal” había
levantado la cancha de bochas donde se lucían los jugadores blanqueando la
tierra con sus alpargatas nuevas.
Era un lujo ver los sulkis, los caballos lustrosos y las
bicicletas nuevas descansando en el exterior del boliche, hasta que la noche
comenzaba a enseñorearse del paisaje advirtiendo a la concurrencia que a la
mañana siguiente muy temprano había que levantarse a llevar a cabo las tareas campestres,
dando de ese modo comienzo al desfile de regreso hacia “las casas”.
El martes de una semana cualquiera, en que nuestra madre
nos había enviado al boliche a comprar unos fideos, tramamos la travesura
delictiva; yo con mi cara inocente de 7 años arrastraba el cochecito de las muñecas,
y pedía a Eugenia la mercadería que ella extraía levantando la pequeña puerta
redondeada y corrediza de los cajones que uno al lado del otro almacenaban
azúcar, fideos y harina, mientras mi hermana hurtaba lo que tenía a su alcance
escondiéndolo bajo la mantita.
Luego nos repartíamos el botín, pero siempre arrogándose
ella la elección del mismo, aduciendo que había sido la autora del hecho más
comprometida. Así los soldaditos de plomo y otras minucias engrosaban el cofre
de los juguetes.
Esa costumbre de mi hermana mayor persistió en el tiempo,
ya que en unas vacaciones en San
Clemente del Tuyú, mientras la vendedora charlaba conmigo, ella escondía entre
sus senos unas joyas de fantasía para luego salir del negocio airosamente y ser
saludadas amablemente por la perjudicada, que no imaginaba que unas niñas tan
educaditas podrían llevarse algo sin abonarlo. Yo era la cómplice siempre,
presa de una abulia o desconocimiento del bien o del mal. Tal vez fuera la
herencia de algún antepasado filibustero que la hizo incurrir en estas
actitudes en otra ocasión, que le hicieran perder un empleo.
LA LANGOSTA
Corrían los años 50, la infancia seguía brincando entre los verdes montes de paraísos y la tierra reseca del camino, entretenida en dibujar jeroglìficos en su superficie para que al decifrarlos pudiéramos leer el futuro mediato. Una de las tardes en que me entretenía en esa tarea, los escritos que trataba de interpretar se fueron tapando por una nube obscura y maloliente y la conjunción de gritos que se iban enlazando en un telégrafo de hilos de angustioso clamor. ¡¡la langosta, la langosta !!