martes, 13 de octubre de 2015

Los campos de lino

CAMPOS DE LINO

El campo teñido de celeste y oloroso lino se extendía  detrás del bosquecillo de liliáceos paraísos. Delante de éste se abría un playón de tierra yerma, adonde mi padre, portando  una amenazante vara, que por supuesto nunca utilizaba, me obligaba realizar los ejercicios que corregirían mi “pecho de paloma”.

Corrían avanzados los años 40, Broadwi, una firma de rodados  había impuesto en el mercado al remo-ciclo. Como bien lo aclara su nombre se trataba de un vehículo  provisto de  remos que el impulso de los  brazos  lo hacía avanzar mientras las piernas, estáticas y mustias descansaban mirando  la proa del navío de juguete. ¿Juguete dije? ¡Para mi era una tortura! Pero en aquellos años en que los gimnasios eran utopías fue lo único que logró corregir mi mal congénita formación.
Allí también mi madre soñaba con tener una casa bonita en algún lugar poblado y dibujaba con una rama, diagramas de la distribución del mobiliario.
Recuerdo tan solo el dibujo de los sillones verdes y el de la mesa de comedor.
Pasando esa playita se llegaba al edificio de la escuela y casa de familia.
Un salón de unos 10 mts por 5, en el que un escritorio  presidía las siete hileras de bancos  .Una por grado.
Detrás estaban los armarios de  “la biblioteca “ donada por los ex - alumnos;  obras de la Editorial  Tor y sobres de papel madera conteniendo material de geografía e historia, de geometría , matemática, castellano ,botánica y zoología  extraídas de las hojas del  “Billiken” y del “Mundo Infantil “, constituían “los textos” de estudio que ayudaban en el dictado de las clases. Enriqueciendo todo esto, posaban  sobre una mesa animales embalsamados luciendo ojos de canicas que se llamaban así a las bolitas de vidrio. Ese pasaba a ser el “museo de Ciencias Naturales”.
Ingenio de maestros rurales, directores de cuarta categoría, que abarcaban en sus funciones aparte de su nombramiento como tales, el de maestro, portero y asesor en los problemas que les hacían llegar los integrantes semi analfabetos de esa Colonia, integrante de la Cuenca lechera, geografía de tambos trazada por costumbres migratorias  piamontesas y pinceladas bronceadas de los puesteros de tierra adentro.
Los colonos serían semianalfabetos.¡¡¡¡¡¡¡ pero guay de querer engañarlos en alguna cuenta o cálculo!!!!!!!!- Su inteligencia superaba en demasía para que fueran timados en la venta de sus productos. Ya desde aquel entonces calculo que la expresión del porteño vivo:- ¡¡¡¡andá al campo a cazar cachilos!!!!.- no tenía vigencia en la idiosincrasia “gringa”.
A un costado de la múltiple aula,  se abría una puerta que daba al living de la casa de familia. ¡Cuántas veces se abría para arrojar mi inquieta humanidad a los brazos de mi madre, que cuando yo aparecía en horas de clase era por haberme hecho merecedora de una reprimenda,  ella me recibía con un zapatillazo por las dudas! Mis falencias eran hablar y hablar cuando no debía, costumbre que a pesar de los años no he logrado corregir y que me sigue trayendo problemas y más problemas.
A la izquierda una puerta llevaba al dormitorio de mis padres, que comunicaba con el de mi hermana y mío por una abertura que defendía la intimidad de ellos mediante una cortina de Provenzal floreado. A la derecha del living una ancha puerta, la cual nunca se cerraba pues detrás de ella colgaban los embutidos regalos de los colonos, se abría a la cocina, olorosa siempre a tortas, dulces caseros y  aroma a paraísos floridos que entraban por una hermosa ventana de persianas verdes que daba al jardín.
Recuerdo aún el mármol veteado de rosa, donde mi madre formaba  caramelos que nunca pude comer pues eran muy duros. El tarro de Toddy y la lata de bizcochos Canale sobre el pequeño aparador verde claro recordando la hora temible de la merienda.
Bajo la ventana, ella cosía en una máquina a manija, de color negro que afortunadamente se daba maña de accionar sola, pues me fastidiaba sobremanera, que interrumpiera mis lecturas y mis juegos para hacerme dar vuelta a la manivela, aunque arguyera que estaba cosiendo mis vestidos y por consiguiente era mi deber ayudarla en ese menester.
Mis padres se amaban. Cosas que no entendía entonces del bajar la cortina de la abertura que comunicaba nuestros dormitorios y hacernos apagar el farol para que nos durmiéramos.
Ventaja que antaño tenían sobre los hijos, ya que al no existir la luz eléctrica, solo nos quedaba el dormir, mientras los privilegiados leían en el lecho matrimonial hasta percibir que la inconsciencia del sueño nos había alejado del mundo por unas horas.
La pasión iría entonces invadiendo el silencio que se colaba por las rendijas de las ventanas. Lechuzas agoreras  rozaban con sus fúnebres alas el techo emitiendo en presagiosos cantos un mensaje que no entendía esa pareja que coronaba su jornada amándose.
Mi madre era una mujer hermosa, siempre coqueta, de feminidad descollante. Desde esa visión se me hizo natural el de que había que usar cremas cotidianamente. En esos tiempos no había mucha variedad. Ponds era la reina en los “toa lites” de clase media, como así también la Sapolán Ferrini. Por todo esto,  en la postrimería de su penosa enfermedad, estando ya en casa de mi abuela paterna, en Mercedes de Buenos Aires, los espejos que inundaban los espacios desde los roperos ,se vieran opacados por Puloil para que ellos no reflejaran con su   vidriosa crudeza los despojos de su cuerpo.

Tarde cálida de domingo de visitas. Se asomaron las manos urgentes al ver de lejos nuestra llegada. Entraron corriendo las escobas para emprolijar la casa de los Boschetto.
Ropa negra la de doña María, compostura en don Juan, el anfitrión. El patio circundante lucía granados pletóricos de frutos  que reían dejando escapar de sus bocas granos rojos y dulzones.
Mi hermana y yo nos íbamos correteando rumbo al galpón donde se encontraban los carruajes. ¡Que lujo colonial! limpios y ordenados descansaban de recuerdos. La volanta de lujo, toda negra, con su compartimiento trasero de asientos repujados de cuero, enfrentados y la puertita para apearse lucía rebuscados arabescos en su frente; la de hacer los mandados al pueblo, más austera pero igualmente cómoda. Dos sulkis, uno era el de carreras denominado araña. El segundo,  igual de atractivo por sus líneas y ese olor a misteriosos recorridos impresos  en sus finas y firmes ruedas.
Iba corriendo la tarde,  ya el crepúsculo marcaba el comienzo del aburrimiento a nuestras correrías. Se abrió la travesura dulce y dañina. Ahí estaban esperando nuestras tropelías……….. Granadas y granadas abriéndose a nuestras manos y las semillitas duras devoradas hasta que el llamado de los mayores nos volvió a la realidad de la visita. Las faldas de Lanillas escocesas en colores tierra, donde predominaba el azafrán se agitaron volanderas hacia la casa.
._que buenas nenas, como se portaron toda la tarde._ dijeron los anfitriones, y en premio nos obsequiaron con una granada a cada una. El espanto de mis padres iba en crescendo  al observar en  nuestros ropajes señales de lágrimas rojas que no eran precisamente sangre. Regreso en silencio, uno o dos kilómetros esperando un sopapo o una reprimenda. Era mucho peor la incertidumbre………….
El camino se resquebrajaba  en tierra árida de color canela formando un vértice de horizonte que se hacía inalcanzable. Entonces un grito  inundó todo el paisaje santafesino.-¡mama, mama, la Ondina se escapa con el Ricardo!.-
Doña María inclinada sobre el cantero de la ensalada amarga apenas se incorporó mascullando.-má, que se vaya, por lo menos nos salvamos del gasto de la fiesta de casamiento.-
Nuestra caminata del volver se vio envuelta en  tierra arremolinada causada por un Ford de ventanillas de mica que a 40 Km. por hora llevaba a la pareja transgresora hasta su destino de  libres amores
La familia Boschetti era destacable por su agarre de bolsillo. Por lo tanto el drama del rapto de la doncella campesina no era tal ya que se  evitaba con él, la fiesta donde se tendría que solventar la comida para cientos de invitados. Ellos sabían que el Ricardo era un buen muchacho pero entre las dos familias había un asomo de los siempre Rigoletto y Capuleto de Romeo y Julieta.
Al regreso de esos paseos me complacía caminar junto a mi padre aspirando el olor que provenía de su saco de twwed, cálido y masculino. Las caminatas hacia el hogar se hacían cortas, pues el trazado del camino agrietado por la entonces sequía iba formando dibujos exacerbando la imaginación que creaba cuentos a cada paso mientras los verdes sembrados circundantes y montecitos de paraísos escondían los duendes y hadas de mi infancia.
Cuando llegaba la primavera todo se inundaba de aromas, aire cálido y entonces el celeste del lino tapizaba ondulando  el campo de los Boschetto que lindaba con el terreno de la escuela, formando con nuestro montecito de paraísos un terreno más que apropiado para sumergirse en ensueños de fantasía.
La cartera de terciopelo azul,  que utilizaba en mis juegos de visita, comenzó a agitarse violentamente, sumida de vida propia, causando el terror a lo desconocido. Los brazos de mi madre se abrieron ante el requerimiento de protección, mientras la risa de mi padre acompañaba el escape de la lagartija causante del episodio, que no había encontrado mejor lugar para dormir la siesta que el interior de mi juguete.
Los domingos eran los días en que nuestro pequeño micro centro se poblaba; éste estaba formado por la escuela, el boliche cruzando el camino de enfrente junto a la capilla que se habilitaba en contadas ocasiones ,en las fiestas patronales , cuando venía el cura de Eusebia o de Tacurales o para impartir alguna comunión. El boliche con piso de anchos tablones de madera lucía mesitas desgastadas de madera y un  inmenso mostrador del mismo  material. La puerta que se abría a su izquierda, comunicaba con la despensa donde se vendían algunos productos sueltos y de primeros apuros. Ya saliendo del salón principal se atravesaba una amplia galería enladrillada que llevaba a la casa de familia del bolichero y al salón de danzas descubierto, sólo techado con bolsas de arpillera cuando se realizaban las reuniones bailables.
Lo que no existían los baños, en estas ocasiones las damas hacían sus líquidas necesidades amparándose en las sombras detrás del salón y había que ver el revuelo de blancos traseros cuando algún rezagado iluminaba con los faros de su automóvil el predio. Con estas circunstancias se habían constituido muchos matrimonios, decían las malas lenguas, al enamorarse primero de las íntimas partes de las niñas y luego identificarlas en el baile ya con rostro y apellidos. Pero teníamos el beneficio de que el salón era de material, no en forma de carpa como en Colonia Bossi, donde corría la leyenda que una matrona al inclinarse y levantar su falda para evacuar había también levantado la lona y toda la concurrencia pudo apreciar el acto desde el interior.
Volviendo a las reuniones de los domingos, que eran solo para hombres, corrían por el campo los gritos de los jugadores jugando al tute, acompañados por los golpes sobre la mesas en el entusiasmo de las partidas.
Don Baralle inclinado sobre las cartas se echaba un puñado de carozos de aceitunas en su boca desdentada mientras exclamaba.- maa.- ésto nunca lo comí.-
Detrás de la construcción “la comisión vecinal” había levantado la cancha de bochas donde se lucían los jugadores blanqueando la tierra con sus alpargatas nuevas.
Era un lujo ver los sulkis, los caballos lustrosos y las bicicletas nuevas descansando en el exterior del boliche, hasta que la noche comenzaba a enseñorearse del paisaje advirtiendo a la concurrencia que a la mañana siguiente muy temprano había que levantarse a llevar a cabo las tareas campestres, dando de ese modo comienzo al desfile de regreso hacia “las casas”.
El martes de una semana cualquiera, en que nuestra madre nos había enviado al boliche a comprar unos fideos, tramamos la travesura delictiva; yo con mi cara inocente de 7 años arrastraba el cochecito de las muñecas, y pedía a Eugenia la mercadería que ella extraía levantando la pequeña puerta redondeada y corrediza de los cajones que uno al lado del otro almacenaban azúcar, fideos y harina, mientras mi hermana hurtaba lo que tenía a su alcance escondiéndolo bajo la mantita.
Luego nos repartíamos el botín, pero siempre arrogándose ella la elección del mismo, aduciendo que había sido la autora del hecho más comprometida. Así los soldaditos de plomo y otras minucias engrosaban el cofre de los juguetes.
Esa costumbre de mi hermana mayor persistió en el tiempo, ya que  en unas vacaciones en San Clemente del Tuyú, mientras la vendedora charlaba conmigo, ella escondía entre sus senos unas joyas de fantasía para luego salir del negocio airosamente y ser saludadas amablemente por la perjudicada, que no imaginaba que unas niñas tan educaditas podrían llevarse algo sin abonarlo. Yo era la cómplice siempre, presa de una abulia o desconocimiento del bien o del mal. Tal vez fuera la herencia de algún antepasado filibustero que la hizo incurrir en estas actitudes en otra ocasión, que le hicieran perder un empleo.

LA LANGOSTA

Corrían los años 50, la infancia seguía brincando entre los verdes montes de paraísos y la tierra reseca del camino, entretenida en dibujar jeroglìficos en su superficie para que al decifrarlos pudiéramos leer el futuro mediato. Una de las tardes en que me entretenía en esa tarea, los escritos que trataba de interpretar se fueron tapando por una nube obscura y maloliente y la conjunción de gritos que se iban enlazando en un telégrafo de hilos de angustioso clamor. ¡¡la langosta, la langosta !!